Texto:
Diego VelàzquezEnséñame escribir la verdad,
pintor de la verdad.
Ponme la luz de España entre renglones,
la impalpable luz que tiembla
en tus telas.
Dirigeme los ojos hacia abajo:
gente humillada y despreciada
de reyes, conde-duques e inocencios.
Que mi palabra golpee
con el martillo de la realidad.
Y, linea a linea, hile
el ritmo de los dias venturosos
de mi patria.
Blas de Otero,
Poesia con nombres, Alianza ed. (El poema aparecio en el libro de 1960
En castellano)
Retrato de Inocencio X. Es famoso su comentario al ver la obra: "Troppo vero", demasiado verdadero.
Felipe IV a caballo.
Velázquez, Diego Rodriguez de Silva y
(Sevilla, 1599 - Madrid, 1660)
Diego Acedo, "El Primo", 1644
Óleo sobre lienzo, 107 x 82 cm
Museo del Prado, Madrid
Velázquez, Diego Rodriguez de Silva y
(Sevilla, 1599 - Madrid, 1660)
Sebastián de Morra, 1645
Óleo sobre lienzo, 106,5 x 81,5 cm
Museo del Prado, Madrid
Material de apoyo para el comentarioLA FAMILIA DE FELIPE IV, O "LAS MENINAS"DIEGO VELAZQUEZ DE SILVA (1599-1660)Lienzo (318x276 cms)Escuela Española. BarrocoSiglo XVIICon el nombre de "meninas" y "meninos" se distinguía en el siglo XVII a los jóvenes acompañantes de los niños reales en la corte madrileña. Y con este nombre se quiso titular el famoso lienzo en el siglo XIX. Su primera denominación fue "La Familia" del rey Felipe IV. La preside la infanta Margarita, la hija heredera del monarca en aquel momento. Y de esa continuidad de la dinastía española parece estar dando fe el propio Velázquez, que se incluyó trabajando delante de un lienzo en el que retrataba a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria que se reflejan en el espejo del fondo. Esta pintura es una de las obras cumbre del arte universal; y lo es entre otras razones por el gran logro de la perspectiva aérea. Velázquez supo, como nadie más lo ha hecho, plasmar la atmósfera, el aire que se interpone entre la figuras y sobre todo entre las del primer plano y el fondo, creando la ilusión del espacio real que ocupan en el propio estudio del pintor.
Diego Velazquez (Sevilla1599-1660) autor de "Las Meninas" es la figura más importante de la pintura barroca española. Algunas obras características suyas son "El aguador de Sevilla", "Cristo en casa de Marta" (que demuestran un profundo estudio del natural, con un esquema compositivo típicamente manierista), "Felipe IV", "Conde-Duque de Olivares", "Los borrachos" (1628). Hacia 1631señala un gran paso en su pintura: su colorido se enriquece con un color más suntuoso, modelando más con colores que con las sombras "Cristo después de la flagelación", "Coronación de la Virgen", "Rendición de Breda (1635). Los retratos de estos años (1651-60) demuestran la madurez que ha alcanzado su arte, en el que domina el problema de la representación atmosférica y de la luz ("Infanta María Teresa", "La reina Doña Mariana", "Infanta Margarita", "La Venus del espejo" ,"Las Meninas (1656) y Las Hilanderas (h. 1657-59).
"Las Meninas" es una pintura al óleo sobre un lienzo de 3,18x2,76 metros, de estilo barroco y que actualmente se conserva en el Museo del Prado en Madrid. En esta pintura se representa a La Infanta Margarita (hija de los reyes de España) con sus damas de compañía (meninas). Velázquez uso la luz de forma incidente sobre las figuras en primer plano (la Infanta Margarita es la más iluminada) y apenumbrando a las más alejadas para crear una ilusión de espacio en el cuadro. Es característico de este pintor usar la luz (ya sea con la vibración visual de los colores, o con juego de luces que reverberan sobre colores muy oscuros para conseguir dar distancia y y/o profundidad. La luz que entra por la puerta del fondo y su contraste con la oscuridad del techo y de la pared lateral a la derecha del observador dan profundidad a la escena. Es evidente la espacialidad que se crea entre el techo oscurísimo y el suelo delante de la Infanta Margarita de color muy claro.
En él se ve al pintor Velázquez mirando al espectador mientras realizaba el cuadro. La cruz roja de Santiago que luce en el pecho de su vestimenta fue añadida al cuadro después de su fallecimiento, por orden del rey, al ennoblecerle a él (le declaró caballero) y a la pintura misma. La habitación está llena de personajes de la corte. En el fondo de la sala se pueden ver los bustos de los Reyes de España ( Felipe IV y Mariana de Austria) reflejados en el espejo y al mayordomo real en la escalera tras la iluminada puerta del fondo. Los tonos claros de la pared trasera de donde cuelgan los cuadros dan todo el fondo al cuadro y los tonos claro del techo alrededor de los adornos (o lámparas) del techo dan la perspectiva.
En el Barroco los óleos encargados son con frecuencia de gran tamaño como este. Emplean colores vivos y muy variados, resaltados por varios focos de luz que provienen de todos los lados, contrarrestándose unos a otros, creando grandes sombras y zonas iluminadas. Los personajes aparecen en posturas muy dinámicas, con rostros y gestos muy expresivos puesto que el Barroco es la época del sentimiento. Las composiciones grandiosas, con personajes vestidos ricamente, en alegorías religiosas o mitológicas, las grandes escenas de corte (Las Meninas) o de batalla (Las Lanzas).
1656. Oleo sobre lienzo. (318x276cm.). Madrid. Museo del Prado.
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El autor: Diego de Silva Velázquez
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pintor barroco español, nació en Sevilla en 1599. A los once años inicia su aprendizaje en el taller de Francisco Pacheco donde permanecerá hasta 1617, cuando ya es pintor independiente. Al año siguiente, con 19 años, se casa con Juana Pacheco, hija de su maestro, hecho habitual en aquella época, con quien tendrá dos hijas. Entre 1617 y 1623 se desarrolla la etapa sevillana, caracterizada por el estilo tenebrista, influenciado por Caravaggio, destacando como obras El Aguador de Sevilla o La Adoración de los Magos. Durante estos primeros años obtiene bastante éxito con su pintura, lo que le permite adquirir dos casas destinadas a alquiler. En 1623 se traslada a Madrid donde obtiene el título de Pintor del Rey Felipe IV, gran amante de la pintura. A partir de ese momento, empieza su ascenso en la Corte española, realizando interesantes retratos del rey y su famoso cuadro Los Borrachos. Tras ponerse en contacto con Peter Paul Rubens, durante la estancia de éste en Madrid, en 1629 viaja a Italia, donde realizará su segundo aprendizaje al estudiar las obras de Tiziano, Tintoretto, Miguel Ángel, Rafael y Leonardo. En Italia pinta La Fragua de Vulcano y La Túnica de José, regresando a Madrid dos años después. La década de 1630 es de gran importancia para el pintor, que recibe interesantes encargos para el Palacio del Buen Retiro como Las Lanzas o los retratos ecuestres, y para la Torre de la Parada, como los retratos de caza. Su pintura se hace más colorista destacando sus excelentes retratos, el de Martínez Montañés o La Dama del Abanico, obras mitológicas como La Venus del Espejo o escenas religiosas como el Cristo Crucificado. Paralelamente a la carrera de pintor, Velázquez desarrollará una importante labor como cortesano, obteniendo varios cargos: Ayudante de Cámara y Aposentador Mayor de Palacio. Esta carrera cortesana le restará tiempo a su faceta de pintor, lo que motiva que su producción artística sea, desgraciadamente, más limitada. En 1649 hace su segundo viaje a Italia, donde demuestra sus excelentes cualidades pictóricas, triunfando ante el papa Inocencio X, al que hace un excelente retrato, y toda la Corte romana. Regresa en 1651 a Madrid con obras de arte compradas para Felipe IV. Estos últimos años de la vida del pintor estarán marcados por su obsesión de conseguir el hábito de la Orden de Santiago, que suponía el ennoblecimiento de su familia, por lo que pinta muy poco, destacando Las Hilanderas y Las Meninas. La famosa cruz que exhibe en este cuadro la obtendrá en 1659. Tras participar en la organización de la entrega de la infanta María Teresa de Austria al rey Luis XIV de Francia para que se unieran en matrimonio, Velázquez muere en Madrid el 6 de agosto de 1660, a la edad de 61 años.
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El comentario
Nos hallamos ante el cuadro más famoso de Velázquez, conocido como Las meninas (muchachas que entraban al servicio de la reina o de las infantas como damas de honor). La escena representa a Velázquez mientras está realizando el retrato de la familia real. Además del autor, a la izquierda vemos a doña Angustias de Sarmiento, que ofrece un búcaro a la infanta Margarita. Doña Isabel de Velasco que comienza una reverencia, la enana Mari Bárbola y a su lado el niño Nicolás Pertusato que molesta con el pie al mastín que está descansando. En segundo plano vemos a dos nobles religiosos, doña Marcela de Ulloa y don Diego Ruiz de Azcona. El el fondo, en el vano de la puerta, podemos ver al mayordomo de palacio Don José Nieto Velázquez.. En el espejo colocado al lado de la puerta se reflejan los bustos de la reina Mariana de Austria y del rey Felipe IV. Velázquez consigue, con un uso magistral de la perspectiva, involucrar al propio espectador en la escena incluyéndolo como un personaje más que visita su estudio. Velázquez aparece ataviado con su mejor traje, dejando claro su condición de caballero, dignificando así el arte de pintura que era considerado por sus contemporáneos como un trabajo artesanal impropio de los intelectuales. La pose del pintor más que de pintar es de reflexionar, demostrando la base intelectual de la pintura.
Copia hecha por Goya (1780)
LAS MENINAS
En la sala XV del Museo del Prado se encontraba tradicionalmente el cuadro que Diego Rodrigues da Silva Velázquez, sevillano, pintó en 1656 y Luca Giordano calificaría luego como Teología de la Pintura. Su colocación a la izquierda de un gran ventanal, que lo iluminaba lateralmente, lo hacía aparecer como continuación de la pequeña sala que lo guardaba -lo que ya era parte de su estilo- y permitía comprender por qué el poeta Teófilo Gautier exclamó al verlo: «¿Dónde está el cuadro?» Hoy, en cambio, se pierde en la inmensidad de la sala XII, sin conexión espacial ni luminosa con el entorno, a pesar del esplendor que la reciente limpieza le ha devuelto.
El cuadro -La Familia en su título original, que don Pedro Madrazo cambió por Las Meninas en 1843- agradó tanto al rey que lo mandó colocar en su despacho y decidió acelerar los engorrosos trámites para que le fuera concedido al pintor el deseado hábito de la Orden de Santiago.
I. ANÁLISIS.
1. Materia y técnica.
Pintado al óleo sobre un lienzo, montado sobre un bastidor de madera de 3,21 metros de alto por 2,81 de ancho, los estudios radiográficos han revelado numerosas correcciones en la postura de los personajes, lo que muestra el empleo de la técnica veneciana (inventada por Giorgione y habitual en Velázquez) de pintar directamente, sin bocetos ni dibujos previos, con sucesivas capas de pintura, lo que permite lograr «mayor espontaneidad, colorido y frescura.»1
2. Forma. a) Descripción: La pintura representa un momento en la tarea cotidiana del taller, instalado desde 1646 en la galería del Cuarto del Príncipe. La infanta Margarita ha entrado en el estudio seguida de sus meninas, o damas de compañía, y enanos a ver qué hace el Sevillano, que así se le llamaba al pintor en la corte. En el centro aparece la infanta de cinco años atendida a su derecha por doña María Agustina de Sarmiento y a su izquierda por doña Isabel de Velasco. Luego, a la derecha del cuadro, los enanos Mari Bárbola y Nicolasín Pertusato, que juega con el mastín echado en primer término, y a la izquierda, levemente retirado, el propio Diego Velázquez con la paleta y el pincel ante un gran lienzo, que cierra el espacio por ese lado y nos intriga con su misterio. Detrás, en sombra a la derecha, la dueña doña Marcela de Ulloa y el guardadamas don Diego Ruiz de Ascona. Al fondo, en el vano de una puerta, el mayordomo de palacio don José Nieto Velázquez; sobre la pared un espejo refleja los bustos de los reyes Felipe IV y Mariana de Austria y dos grandes cuadros de mitologías, copias, por Juan B. del Mazo, de Rubens, Palas y Aracné, y de Jordaens, Apolo y Marsias. La cruz de Santiago, que aparece sobre el pecho del pintor, fue añadida después de que en 1658 fuera condecorado con esta Orden.
b) Conformación: La composición es engañosamente clásica. En el centro de la parte inferior del cuadro, por debajo y a la izquierda del punto de fuga de la perspectiva geométrica, en el vértice inferior de una 'V' que forman el pintor y María Agustina de Sarmiento por un lado e Isabel de Velasco, la dueña y el guardadamas por otro, aparece el retrato de la infanta y a su lado, a la izquierda, el de los reyes. Pero mientras la niña luce luminosamente toda su belleza en el centro del foco visual, los reyes se pierden, chiquititos, en la remota lejanía del espejo. El contraste entre lo próximo y lo extrañamente remoto nos instala ya en la duda. El efecto lo acentúa el mayordomo detenido junto al centro de fuga a observar la escena. El resto de los personajes hacen coro a estas figuras centrales y todas ellas, sin embargo, sólo ocupan, como queda dicho, la mitad inferior del cuadro. La mitad superior se llena con el techo, un cielo raso con dos ganchos para lámparas y las manchas de luz que entran por las ventanas de la pared en escorzo a la derecha; la parte alta de la pared del fondo con dos cuadros que apenas se ven y el ángulo superior del lienzo que pinta Velázquez enlazando los espacios; es decir, espacio sólo, espacio vacío, espacio espeso de penumbra. El juego espacial, sin duda, es importante. La escena está tomada desde un ángulo de la estancia que se cierra a la derecha con el escorzo de una pared. A la izquierda otro plano diagonal, el del misterioso lienzo que pinta el Sevillano, deja a las figuras en un segundo término y les corta oblicuamente el espacio, como en Flandes acostumbra a hacer Veermer van Delft con cortinas y puertas interpuestas; aunque aquí el lienzo tiene un doble significado. Al fondo, el espejo y la puerta nos insinúan nuevos espacios desconocidos y el mayordomo parece querer entrar -¿o salir?- en el del cuadro. Por último, el perro, como en el cuadro de Las lanzas el caballo, se adelanta osadamente al tema central; pero sólo de forma aparente como enseguida veremos. Porque la luz y el aire son los protagonistas indiscutibles de Las Meninas.
Efectivamente, la estructura interna del cuadro, lo que da unidad y coherencia al conjunto, además del haz de miradas que confluyen en el asombrado espectador convirtiéndolo en tema y parte integrante del mismo, es la luz y la atmósfera que transfigura por completo a los personajes y la unidad de enfoque. La habitación está toda en penumbra y la luz entra tangencialmente en ella por tres puntos distintos: por los ventanales primero y último a la derecha y por la puerta del fondo. Es el mismo esquema que ya adelantara Leonardo en La Virgen de las rocas. La luz que entra por el primer ventanal ilumina directamente a la infanta, a María Agustina Sarmiento y, parcialmente, a la otra menina, que se destacan vigorosamente sobre la penumbra de la galería; pero deja a contraluz las figuras de los enanos, el perro y el rostro de Isabel de Velasco. El Sevillano emerge discretamente detrás de su enigmático cuadro, pero los demás personajes se desvanecen envueltos en la penumbra de una atmósfera casi tangible que los desrealiza, aunque contribuyen a acentuar la sensación de espacio vivo que ellos crean con su presencia. Y al fondo otros dos golpes de luz: la puerta abierta, con el contraluz del mayordomo de palacio, que, al abrirse hacia otro espacio, nos delimita el del cuadro y lanza una estocada de luz hacia la izquierda que hace más viva la sombra y el espejo, que nos devuelve las efigies de los reyes y complementa el mismo espacio que la puerta determina. En la sombra o en el contraluz los detalles se pierden y los contornos se esfuman. Como esa mano levantada de Nicolasito Pertusato lograda por medio de vigorosas pinceladas para captar el sentido del movimiento. Como el rostro de la enana, borroso además porque, al adelatarse, queda fuera del foco de la mirada. O como el perro:
»Este del perro es quizá uno de los trozos más atrevidos de técnica de todo el lienzo. Tanto el perro como los dos enanos están pintados con un poder de síntesis no igualado en la historia de la pintura. Es el grupo que está más cerca del balcón que ilumina la estancia; por ello los contrastes de luz, aun no siendo esta muy violenta, son vigorisos, y plantesan en cada detalle problemas de ejecución que Velázquez ha resuelto con una justeza verdaderamente genial. El perro está pintado a grandes masas en las partes brillantes, y con enérgicas pinceladas definidoras en las oscuras. Obsérvese en la silueta del animal, a la izquierda, ese halo de luz que envuelve la forma, modelándola, hecha con un subrayado del pincel, y que aún en la fotografía deja sentir su eficacia. El modelado con pura luz, prescindiendo de líneas, con ese desenfoque que corresponde a su situación en el cuadro y a la iluminación que recibe, está magistralmente realizado en el rostro de la enana y en la cabeza y manos del muchacho.»2
Porque la unidad de enfoque es otro de los aciertos indiscutibles del cuadro. El espectador -¿el rey?- situado frente al mayordomo mira a la infanta, que está en el centro de su foco visual y aún le dirige el rostro, aunque ya ha vuelto la mirada hacia otra persona situada a la izquierda -¿la reina?-, como Isabel de Velasco que, aunque mantiene el rostro vuelto hacia la infanta, mira ya a los recién llegados, pero instantáneamente su mirada alcanza también a las meninas e incluso al pintor. Por eso sus retratos -el de la infanta y los de las meninas-, a plena luz, son los más precisos del cuadro.3 No obstante su técnica es ilusionista, la técnica que apasionará a los impresionistas. Velázquez realiza el retrato de la infanta a base de leves toques de pincel -»un empaste neto y al mismo tiempo rico de matices», diría Delacroix al verlo- en armoniosa síntesis de luz y color, un retrato todo pintura.«La ilusión del juego de luces sobre los oscuros y satinados colores y sobre los hilos de plata [de los trajes rico bordado] se obtiene mediante el refinamiento definitivo de la técnica velazqueña de gota sobre mancha... El pigmento flota en depósitos irregulares sobre la superficie de ricos colores... A poca distancia del lienzo no hay nada definido, ningún detalle resuelto. Las manos de todas las figuras son meras manchas de carnaciones.» Los rostros del plano intermedio son verdaderos borrones. Y sin embargo Velázquez consigue el más acabado ejemplo de verdad pictórica.4 El resto de familiares están ya fuera de foco, el autorretrato del Sevillano incluido, ya sea delante, como los enanos y el perro, ya detrás, como la dueña, el guardamas y el mayordomo, lo que, como la penumbra, la atmósfera o el contraluz, también contribuye a su indefinición. La efigie del mayordomo -o Jefe de la Tapicería de la Reina-, en el punto de fuga de la perspectiva geométrica, desempeña, sin embargo, un papel fundamental, porque con su mirada detenida articula toda la escena. Nunca quizá una figura secundaria y lejana ha sido tan importante; porque él, desde fuera de la escena, contempla a los que observan y a los que son observados, al retratista, a los retratados y el retrato y, así, integra y da unidad a todo el conjunto. Por eso se detiene en el centro de fuga. El recurso del espejo lo introdujo ya Van Eyck en El matrimonio Arnolfini y ahora lo retoma Velázquez, que tanto lo admiraba, no para hacer un alarde de virtuosismo preciosista como el pintor flamenco, sino para mostrarnos el objeto de las miradas de los personajes del primer término: La pareja real, situada en la parte de acá del cuadro, en el sitio del espectador o detrás del espectador mismo que de esta manera se siente físicamente envuelto en el espacio del cuadro cerrado a sus espaldas. En suma, espacios que se superponen e interpenetran, como en una composición cubista -no por casualidad centró Picasso en este cuadro una parte importante de su obra-, abriéndose mágicamente hacia el exterior y engulléndonos, luz-color que desrealiza las figuras en la profundidad de la atmósfera, contraste de luces y sombras y, sobre todo, un comprometedor y envolvente juego de miradas dan unidad y sentido a esta compleja composición.
3. Tema.
Si nos atenemos al título original del cuadro -La Familia-, quizá quedemos desconcertados al contemplarlo. ¿Dónde está la familia? Se trata, por supuesto, de la familia extensa clásica, que abarca también a criados y servidores; pero faltan los jefes de la familia, el rey y la reina. Pensemos, por ejemplo, en La familia de Felipe V de Van Loo o en La familia de Carlos IV de Goya. Lo que aquí vemos, sin embargo, es una tranquila escena en el taller del pintor en la que intervienen los personajes arriba indicados. Velázquez pinta y las damas curiosean. Nada más. Pero es que además la mirada de la infanta, ni la de los familiares, no es la mirada satisfecha de quien se sabe retratada -la mirada de la Gioconda, o del Cardenal de Rafael, o del Inocencio X del propio Velázquez, o las de los hijos de Felipe V o Carlos IV en los cuadros citados, ni siquiera la de la propia Margarita de otros retratos-, sino una mirada curiosa que observa algo que en ese momento es más importante que ella. La clave está en el espejo del fondo, porque Velázquez ha invertido el problema planteado por Van Eyck, que retrata al matrimonio Arnolfini y a través del espejo nos devuelve su propio retrato y el espacio delante de los retratados. Velázquez pinta la expectación que produce su retrato y a sí mismo que lo realiza. ¿Orgullo de artista? Como en esas obras de teatro que adivinamos lo que sucede en la calle por el ruido que viene de ella y los gestos y comentarios de los personajes que observan desde un balcón, aquí también tenemos que adivinar por los gestos y las miradas. Pero, ¿qué pinta Velázquez? Podría ser este mismo cuadro cuya escena le devuelve un espejo situado ante ellos. Pero ni la mirada de la niña infanta ni las de sus damas es la mirada de quien tiene ante sí un espejo. (Y, mientras, nosotros en medio de ese juego cruzado de miradas. ¿Imagináis el azarado desconcierto que debe producir una situación semejante?). Luego nos damos cuenta de que en la oscura pared del fondo un pequeño espejo desmiente esta primera impresión reflejando los rostros de los reyes. Parece que son los reyes quienes efectivamente posan para el artista y deben de encontrarse situados en el mismo sitio -o detrás- en que nos hallamos situados nosotros, en cualquier caso frente a la puerta del fondo donde se sitúa el punto de fuga. Eso explicaría las atentas miradas de la infanta, del pintor y de la enana, que nos comprometen en la acción del cuadro, y tal vez el título del mismo. La familia la componen los reyes en el cuadro que pinta Velázquez, o en el espejo, y su hija en el cuadro que contemplamos nosotros. Pero, si los reyes ocupan nuestro lugar y Velázquez observa a sus modelos para llevarlos a la tela que tiene delante, este otro cuadro que nosotros miramos ¿dónde está? ¿O es mera ilusión como retóricamente creyó el poeta romántico? ¿O acaso los reyes también acaban de entrar en la estancia para posar o simplemente observar el trabajo del pintor como parece sugerir la mirada de Isabel de Velasco? Porque Marcela de Ulloa, distraída en su chismorreo, Nicolasín Pertusato, que juega con el perro, y María Agustina Sarmiento, que atiende a la infanta, aún no han advertido la llegada de los reyes. Y la mirada de la infanta parece saltar del rey a la reina.
II. SIGNIFICADO.
1. El estilo barroco.
El tema, acabamos de verlo, es un equívoco permanente. El pintor, la infanta y la enana nos miran fijamente y nosotros, sorprendidos, los miramos a ellos. ¿Cuál es el motivo del cuadro, ellos o nosotros? ¿O tal vez los reyes que se vislumbran vagamente en el espejo del fondo? ¿O los reyes y la infanta, La Familia? ¿Qué hay en el cuadro que se nos oculta? ¿Cómo los reyes, en la rigurosa corte de los Austrias españoles, están relegados al fondo de un espejo? Estamos ante una inversión y contradicción típicamente barrocas.«El barroco es un arte dinámico. Acción y 'pathos' determinan sus creaciones y tratan de incluir también al observador.»5 El hipérbaton como forma de lenguaje. Naturalmente, son la composición (orden geométrico de las formas) y la estructura (sistema integrador de las formas) las que determinan estas contradicciones temáticas. ¿Cuál es la verdadera posición de los reyes en la escena? ¿Dónde termina realmente el espacio del cuadro? ¿Cómo es que la luz contribuye a deformar a los personajes en vez de realizarlos? Si pensamos en la claridad meridiana, temática y estructural, de las obras del pleno Renacimiento -La Cena de Leonardo o La Escuela de Atenas de Rafael-, el contraste es evidente. Aquí«el tema central no ocupa ya ni el centro ni el primer plano del cuadro; sólo se percibe a través de indicaciones, de sugerencias, casi de adivinaciones.»6 El lugar, las actitudes y los gestos indican la más absoluta cotidianeidad, lo más próximo se sitúa al lado de lo más lejano conformando un amplio espacio que, sin embargo, se nos ofrece esquinado y cortado lateralmente y, por si eso fuera poco, las formas se recortan contra las sombras o se diluyen, confusas, en la luz y la atmósfera casi tangible del estudio, como si a la confusión del tema debiera añadirse la confusión de esas formas más sugeridas que definidas. Puro barroco.
2. Las circunstancias históricas del barroco. Es la confusión típica del mundo y del arte barrocos. Un mundo que siente que le falta el suelo bajo los pies porque ya no está seguro de que su mundo, la Tierra, sea el centro de todo lo creado. Porque ha visto el magisterio espiritural de Roma combatido triunfalmente. Porque ve la Monarquía -el eje y fundamento del orden social- contestada en Inglaterra y en Holanda. Porque ha visto a los filósofos convertir la duda en principio metodológico de un sistema que cuestiona todo el saber antiguo. ¿Quién puede estar ya seguro de nada? No muchos años después Valdés Leal expresará en las Postrimerías este desencanto que produce todo lo terreno y Murillo tratará de engañarse y engañarnos pintando almibaradas Vírgenes y pilluelos. De esta situación de crisis social, política y espiritual surge el barroco como estilo de una época. Las formas se desconyuntan y el equívoco se hace protagonista en las obras. La verdad ya no es un duro e impenetrable prisma de mármol blanco bañado por el sol del mediodía. ¿Hay acaso una Verdad? Por eso los reyes de Velázquez se esfuma borrosos en el fondo de un espejo y la luz ey el aire deforman los perfiles de las figuras. Las personas y las cosas son efímeras como un sueño -Antonio de Pereda pinta El sueño del caballero, Calderón escribe La vida es sueño y don Quijote ha visto transfigurarse los castillos en ventas y los gigantes en molinos-; sólo el espacio y la luz permanecen. Pero hay más. En España la Monarquía de su Majestad Católica atraviesa en esos momentos por una gravísima crisis política que ha terminado con su hegemonía europea y pone en peligro la unidad penínsular -la unidad de España- tan pacientemente lograda. Las Provincias Unidas -Holanda- se han separado definitivamente del Imperio. Los famosos tercios castellanos, invencibles desde el Gran Capitán, están siendo derrotados en los mismos escenarios de sus resonantes victorias. El reino de Portugal se ha separado virtualmente de la Monarquía y el principado de Cataluña amenaza también con hacerlo. Madrid, la capital del imperio más poderoso y rico del mundo, está llena de mendigos harapientos, mientras su estirada y orgullosa nobleza se encierra en sus palacios desentendiéndose de la cosa pública. ¿Qué de extraño tiene, pues, que en medio de este panorama desolador las formas pierdan sus contornos en la calma del estudio y los reyes, la Monarquía, se hundan inciertos en la oquedad de un espejo casi perdido en la pared? ¿Respeto a las reglas del protocolo o ironía velazqueña? ¿Reflexión sobre lo inestable de las glorias terrenas?
3. La recreación velazqueña del barroco. Parece que Velázquez fue hombre reposado -era conocida su flema- y ecuánime. Cuando pinta este cuadro tiene ya cincuenta y siete años -que no aparenta en el lienzo-, edad que haría un anciano de la mayoría de los hombres de su tiempo, y le quedan tan sólo cuatro más de vida. Buen momento para detenerse un instante a mirar atrás y reflexionar. Y acierta. Él, el pintor de cámara, el lacayo al que una nobleza puntillosa niega el ingreso en la Orden de Santiago, se autorretrata complacido en su estudio, adonde la infanta y sus damas han acudido a verlo trabajar. Los reyes llegan a posar para él -¿o a verlo pintar?-, pero sólo se refiere a ellos vagamente. El pintor se coloca respetuoso en un segundo término, aunque está claro que se sabe protagonista absoluto de la escena. Lo dice lo distinguido de su porte ligeramente echado hacia atrás para mejor observar a los retratados y su retrato, sin interrumpir su labor para homenajear a la infanta niña como hacen, obsequiosas, las meninas. Está orgulloso porque, en su tiempo,«la presencia del rey demostraba de una vez por todas que la pintura era la más noble de las artes.»7 Sólo hoy, al cabo de tres siglos, sabemos que, con la presencia del rey o sin ella, lo mejor de aquel desgraciado reinado fue su obra. En su taller, en la Corte, donde su categoría era similar a la de los barberos y bufones de palacio, él es el auténtico rey y los reyes, y sus cortesanos, simples modelos que viven con la vida que él les dio. Felipe IV y su Corte se nos desdibujan trágicamente en el fondo de su fracaso histórico y únicamente conservan la nobleza que su criado pintor supo darles. Así, Las Meninas también puede interpretarse como una reivindicación de la dignidad del oficio de pintor frente al fatuo orgullo de una aristocracia que se la niega8, en lo que encontraríamos no sólo esa forma tan velazqueña de la contradicción barroca de ocultar el tema central, el retrato de los reyes, tras la anécdota cotidiana, el artista en su taller, sino un intento de poner las cosas en su verdadero lugar, que «no hay encarecimiento que iguale al gusto, y diligencia de esta obra: porque es verdad, no pintura.»9
III. VALORACIÓN CRÍTICA.
1. Las Meninas en el conjunto de la obra de Velázquez.
La mayor parte de la crítica considera este cuadro como la obra capital de Velázquez, su testamento artístico. Otros la equiparan con Las Hilanderas. Da lo mismo. Se trata sin duda de la síntesis y resumen de la obra de toda su vida. Formado en Sevilla, bajo la dirección de Francisco Pacheco que insistía en la importancia primordial del dibujo, en el estudio riguroso del natural y de los efectos de luz que imponía el caravaggismo, conservó esta doble preocupación hasta el final de sus días y determinó con ello las dos características quizá fundamentales de su pintura: La desmitificación de los temas clásicos y, consecuencia lógica, el inicio de la desvinculación del color-luz de las formas. Cuando algunos le censuraron que desaprovechase su talento con los temas groseros de la realidad cotidiana, respondió«que más quería ser primero en aquella grosería, que segundo en la delicadeza.» Pero en este su primer estilo vigorosamente naturalista existe un divorcio entre la forma, dura y compacta, de calidades ceroplásticas, y la luz, una luz lunar sin atmósfera, que la golpea violentamente. De su primer viaje a Italia en 1630 se trae dos grandes cuadros: La túnica de José y La fragua de Vulcano. En ellos comienza su preocupación por el espacio atmósfera y los efectos mágicos de la luz; en ellos se despreocupa del dibujo y asimila la lección de los venecianos. En la Fragua se inicia de alguna manera el camino que culminará en Las Meninas. El dios del fuego se desdibuja en la semipenumbra del segundo plano (obsérvese el brazo izquierdo), mientras que en el centro del cuadro se yergue la figura esbelta del herrero que da la espalda al espectador. Sólo Apolo aparece con los atributos de un dios, una concesión al gusto italiano; los restantes personajes son -incluso Vulcano- hombres mortales en un taller como tantos otros, nadie diría que se trata de la divina fragua. Como antes hiciera con El triunfo de Baco-Los borrachos, Velázquez sigue insistiendo en la búsqueda revolucionaria de la verdad íntima de las cosas, rompiendo mitos. Al fondo otro operario queda reducido a un estudio de volúmenes en el que la distancia borra los contornos: La pincelada ágil y suelta nos dice que ya ha aparecido el mejor Velázquez. Su segundo estilo madrileño está dominado por la solución al problema de insertar las figuras en el espacio y en la atmósfera. El cuadro de Las lanzas es buena muestra de ello. Y el prodigioso retrato del príncipe Baltasar Carlos a caballo en el que el toque de pincel y el color, liberados de la tiranía del dibujo que le impuso su suegro Pacheco, alcanzan ya esa diafanidad y transparencia que encantará a los impresionistas. Y al lado de los descubrimientos técnicos persiste el mismo afán desmitificador e iconoclasta, la búsqueda continua del sentido de la vida: Nada más lejos del mito del glorioso caudillo vencedor que ese humanísimo Ambrosio de Spínola, que en La rendición de Breda recibe las llaves de Justino de Nassau, o ese Marte desnudo y cansado del mostacho soldadesco, cuya mirada se pierde en la sombra del morrión. O esos retratos de Felipe IV, sobrios y melancólicos, en los que se expresa el«adiós más conmovedor a un Imperio», que transmite«la melancolía de un crepúsculo fatal como el de los astros.»10 Entre 1649 y 1651 Velázquez permanece de nuevo en Italia donde pinta los portentosos retratos de Juan de Pareja y de Inocencio X -otra vez la destrucción del mito-. Las figuras, los volúmenes son pura síntesis de aire y luz. El camino hacia Laa Meninas está ya expedito. Pero antes -¿o después?-, ya en Madrid, pinta La fábula de Palas y Aracné, aunque oculta el teórico tema central tras la escena de unas hilanderas trabajando en su taller. De nuevo la voluntad iconoclasta, la burla de la cultura oficial. Y por fin queda resuelto el problema del espacio-tiempo-movimiento-color, todo ello, como en una mónada de Leibnitz, contenido en un cuadro genial. Las cosas, las personas, para la retina del pintor, no son lo que son o aparentan ser, sino pura mancha de luz, pura fugacidad temporal. La pintura oficialista de un Rubens o un Van Dyck era una pintura eidética, pintaba, petrificaba una idea, paralizaba una forma, creaba un mito, porque era una pintura al servicio del poder y el poder necesita mitos para sostenerse. Velázquez hace un descubrimiento revolucionario:«que la realidad se diferencia del mito en que no está nunca acabada.»11 Y con este bagaje se enfrenta a su obra cumbre, La familia. En ella desmitifica la Monarquía y la pareja real, núcleo de esa familia, se pierde borrosa en lo hondo de un espejo situado en último término. El protagonismo recae sobre la niña infanta y sus meninas, sobre los enanos, sobre el propio pintor. Pero ni siquiera eso. El protagonismo es de la luz, del aire, que modela las formas. Las formas no son lo que nosotros pensamos que son, sino lo que la luz nos deja ver. Aquella antítesis de sus cuadros sevillnos entre forma y luz se ha resuelto magistralmente en el retrato de la niña infanta o de Mari Bárbola, de rostro violentado por la luz del ventanal. Aquel estudio riguroso de la grosera realidad cotidiana le ha llevado a la comprensión de la fragilidad de todos los arquetipos. Las cosas, las personas, las instituciones no son lo que dicen o aparentan o quieren ser, sino lo que las circunstancias les permiten ser. En 1656 la Monarquía española atravesaba una de las crisis más profundas de su historia y se rompía definitivamente con la separación de Portugal. El Imperio europeo se venía abajo. De todo este montaje de bambalinas sólo podía quedar la obra creadora de un espíritu genuinamente humano. Esa es la lección de Velázquez en Las Meninas, o La Familia, la lección largamente meditada, largamente estudiada, y por fin magistralmente expuesta. Con todo, justo es reconocerlo, Velázquez tuvo la inmensa fortuna de encontrar un mecenas, el rey, que supo apreciar su arte (¿adónde habría llegado Zurbarán con una tal fortuna?), porque el Sevillano es la antítesis del pintor de corte, y le permitió pintar Las Meninas para colgarla en su despacho, algo que sin duda no hubiera hecho ningún rey de su época. Sabemos, por ejemplo, que una dama de Zaragoza le rechazó un retrato porque«en todo no le agradaba, pero en particular que la valona que ella llevaba, cuando la retrató, era de puntas de Flandes muy finas» y el pintor la hizo sin duda con cuatro pinceladas.12 Afortunadamente el rey sabía que no es misión de un artista pintar puntillas de Holanda.
2. Velázquez en su época.
La pintura barroca tiene su origen en dos maestros indiscutibles: Michelangelo Merisi, il Caravaggio, y Annibale Carraci. El primero reacciona contra el refinamiento manierista estudiando apasionadamente la realidad más grosera y golpeándola luego con una violenta luz lateral que la transfigura. El segundo, inspirado también en la realidad, trata de recoger lo mejor del clasicismo renaciente creando el prototipo de la pintura gesticulante, propagandística y cortesana del barroco. La influencia del Caravaggio se extiende por toda Europa, España y Holanda principalmente, entre pintores que convierten su arte en una reflexión intimista o mística. Ribera, La Tour, Van Delft y, sobre todo, Rembrandt son destacados seguidores de esta tendencia. En cambio, el clasicismo de los Carraci tiene naturalmente su mejor sitio en los palacios de reyes y príncipes. Para ellos pintan sus bóvedas los Cortona, Pozo, Reni, Domenichino, Guercino... Inspirado en este estilo, Rubens lo difunde y hace famoso en todas las cortes europeas y su discípulo Van Dyck será pintor de cámara de Carlos I de Inglaterra y el favorito de la nobleza. En Francia, frente a los pintores grandilocuentes y cortesanos de la Academia, sobresalen el citado La Tour y la fuerte y solitaria personalidad de Nicolás Poussin, que reconstruye con rigor arqueológico y plástico escenas clásicas en que alienta el espíritu trágico del barroco. Lo mejor de la escuela española del Siglo de Oro es fundamentalmente caravaggista, desde Ribalta hasta Valdés Leal. Velázquez es condiscípulo en Sevilla de Alonso Cano y Francisco Zurbarán y todos ellos estudian afanosamente el estilo del maestro italiano traído por Ribera; pero sólo Velázquez logrará convertirse «no sólo [en] el más glorioso, sino en muchos aspectos [en] el más fiel de sus seguidores.»13 Velázquez llega a penetrar la realidad como acaso sólo Rembrandt lo conseguirá en el otro extremo de Europa. Así, en el coro de la pintura europea del Seiscientos, sobre la retórica cortesana y exquisita, con indudables logros artísticos, de los Rubens, Van Dyck, los pintores de la Academia francesa o los fresquistas italianos o las nostálgicas y melancólicas arqueologías de Poussin, sobresale la profundidad humana del Sevillano, su búsqueda apasionada del color-luz y del espacio-tiempo, que habrá hecho sin duda lo más rico y fecundo de toda la pintura barroca, iniciando el camino de la independencia del color de la forma que concluye triunfalmente en las Nympheas de Monet.
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Notas
1 HERNÁNDEZ PERERA, J., El Cinquecento y el manierismo en Italia, p. 57.
2 LAFUENTE FERRARI, E., cit. en B. de PANTORBA, Guía del Museo del Prado, p. 194.
3 Si el punto de mira es el del rey, que debe estar situado frente a la puerta donde confluyen las líneas de la perspectiva geométrica, Velázquez puede observar su imagen, y la del espejo con la imagen de los reyes, a través de un espejo situado frente a sí, lo que explicaría que el espejo con los reyes quede en el eje de simetría de su cabeza y la puerta, justo el ángulo necesario para que pueda ver a los reyes en el espejo, y la mejilla de la infanta que vuelve el rostro hacia su padre. Porque sesgado como está respecto al espejo, el rey no podría ver su imagen en él. Dicho de otro modo, el punto de vista del cuadro no es el mismo que el de la persona, quien sea, que ve a los reyes en el espejo.
4 BROWN, J., Velázquez, p. 261.
5 HATJE, Ursula, Historia de los estilos artísticos, p. 95.
6 BOZAL, V., Historia del Arte en España, p. 193.
7 BROWN, J., Velázquez, p. 260.
8 GÁLLEGO, J., Velázquez, p. 56 y BROWN, J., Ibíd., p. 264.
9 PALOMINO, Antonio, El museo pictórico, p. 921 cit. en BROWN, J., Velázquez, p. 260.
10 ASTURIAS, M. A., en BARDI, P. M., La obra pictórica completa de Velázquez, pp. 6-7.
11 ORTEGA Y GASSET, J., Velázquez, cit. en BARDI, P. M., Ibídem, p. 13.
12 GÁLLEGO, J., Velázquez, p. 50.
13 BERENSON, B., cit en BARDI, P. M., op. cit., p. 13. ?? Una obra maestra: Las Meninas